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SIRVAN AL SEÑOR CON ALEGRÍA | Jesucristo es la solución al problema del pecado

Jesús nos rescata espiritualmente del pecado, pero debemos elegir, una y otra vez, permanecer con Él.

Abp. Rozanski

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

No es un tema cómodo, pero necesitamos hablar del pecado. Al leer esta semana la carta de san Pablo a los Romanos, encontramos alguna forma de la palabra “pecado” más de veinte veces.

Hoy existe una especie de olvido —o incluso negación— del problema del pecado. Pero, como señala el Catecismo de la Iglesia Católica, la verdad sobre el pecado es el reverso de la Buena Nueva de que Jesucristo es el Salvador. Si negamos el problema, ¡nos perderemos la solución!

El pecado es, ante todo, una desintegración interior de nuestros pensamientos y deseos. Esa desintegración interior luego se manifiesta exteriormente en acciones pecaminosas. Como dice C.S. Lewis, es como un barco con un motor averiado y un sistema de navegación roto: ¡por supuesto que choca con otros barcos!

Cuando tratamos de aliviar la vergüenza que sigue a nuestras acciones pecaminosas —ya sea suavizándola o negándola—, solo estamos tratando el síntoma, no el problema de fondo.

Entonces intentamos racionalizar el pecado, explicarlo como “una simple falla de desarrollo, una debilidad psicológica… o la consecuencia inevitable de una estructura social deficiente” (CIC 387). Pero esa racionalización nunca funciona. Algo dentro de nosotros sigue inquieto. Y podríamos preguntarnos: ¿por qué tanto empeño en justificarlo? Parafraseando a Shakespeare: ¡protestamos demasiado!

Al final, lo que queda es la raíz: la desintegración interior. Y eso, según san Pablo, es precisamente lo que Cristo vino a sanar.

En el capítulo 7 de Romanos, san Pablo hace un retrato muy realista de la psicología del pecado. En esencia dice: Sé lo que está bien, pero no lo hago; y sé que ciertas cosas están mal, pero las hago de todos modos. ¡Todos podemos entender eso!

A veces lo expresamos con frustración: “¡Ay, qué lío!” San Pablo lo dice con más profundidad: «¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?»

Y justo en ese momento exclama: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, nuestro Señor!» Jesús vino precisamente a resolver este problema. Él es, por decirlo así, el mecánico del motor averiado y del sistema de navegación roto.

En nuestra experiencia, existe una misteriosa solidaridad con Adán —una fuerza moral centrífuga que nos aleja de Dios y nos deja frustrados—. Pero también existe una misteriosa solidaridad con Cristo: una atracción que nos lleva de nuevo hacia Dios, que nos devuelve la unidad interior y nos da paz.

Ahí entra nuestra libertad. Dios rescató físicamente a Israel de Egipto, pero ellos debían elegir si permanecer con Él o volver a Egipto en su corazón. De igual modo, Jesús nos rescata espiritualmente del pecado —no solo de manera externa, sino también interna—. Pero debemos elegir, una y otra vez, permanecer con Él.

Es tentador culpar de nuestros males a la política, a la cultura, a la economía o a cualquier otra realidad externa. Y es cierto que hay problemas en todos esos ámbitos. Pero la raíz del problema está dentro de nosotros. La raíz es el pecado. La solución es Jesucristo. Necesitamos volver a lo esencial.

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