SIRVAN AL SEÑOR CON ALEGRÍA | Poner nuestro cuerpo y alma en las manos de Dios nos recuerda nuestra muerte inevitable
María es ejemplo para nosotros de cómo confiar y recibir de las manos de Dios lo que nos pertenece

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Vamos a morir.
En el mes de noviembre recordamos de manera especial a los difuntos en nuestras oraciones. Pero también necesitamos recordar que nosotros mismos vamos a morir. ¿Cómo puede “recordar nuestra muerte” ayudarnos a vivir más profundamente como discípulos?
Esta semana leemos Romanos 14, donde san Pablo nos ofrece un hermoso punto de partida para nuestras reflexiones:
“Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, ya sea que vivamos o que muramos, somos del Señor. Porque para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de los muertos y de los vivos.”
Es poderoso y consolador ver este punto de continuidad: Jesús vivió, murió y resucitó para que la mano que sostenemos en nuestra vida sea la misma que nos sostenga en nuestra muerte. Si nos entrenamos para mantenernos enfocados en esa mano, podremos tener más paz.
En Lucas 16, Jesús pregunta con respecto a las riquezas: “Si no fueron fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que es de ustedes?” Muchas cosas en la vida espiritual encajan si meditamos de verdad en esa última línea: “¿Quién les dará lo que es de ustedes?”
Piénsalo: en el Jardín del Edén, el diablo tentó a Adán y a Eva para que extendieran la mano y tomaran aquello que Dios ya pensaba darles. Dios siempre quiso que fueran como Él. Pero ese don solo podía recibirse, no tomarse. Al intentar apoderarse de él, perdieron lo que podía haber sido suyo.
Luego, en la tentación del desierto, el diablo intentó el mismo truco: le ofreció a Jesús todos los reinos del mundo. Pero esos reinos ya le pertenecían a Jesús. Él sabía que no tenía que extender la mano para tomarlos; los recibiría de la mano del Padre. Al esperar el tiempo del Padre, recibió lo que le correspondía propiamente.
Vivimos en la tensión entre esa caída y esa victoria. A veces intentamos extender la mano y aferrarnos a lo que solo puede recibirse —y, al hacerlo, nos privamos de lo que nos pertenece. A veces, en cambio, nos apoyamos en la confianza y recibimos lo que es nuestro de las manos de Dios.
La “dormición” de María es uno de los grandes íconos de esta verdad. Al final de su vida terrena, el paso de María a la vida eterna fue tan sencillo como quedarse dormida. Una vez más, colocó todo su ser —cuerpo y alma— en las manos del Padre. Pero, por supuesto, pudo hacerlo con tanta gracia porque había vivido toda su vida de esa misma manera.
Ahí es donde María puede ser nuestro modelo. Poner todo nuestro ser —cuerpo y alma— en las manos de Dios es la realidad ineludible de la muerte. Pero esa realidad inevitable al final de nuestra vida es también una invitación diaria a lo largo de toda nuestra existencia. Dios nos invita cada día a vivir la diferencia entre aferrarnos y recibir.
Eso es lo que puede significar “recordar nuestra muerte” en nuestra vida cotidiana. ¿Y si dedicáramos el mes de noviembre a recordar nuestra muerte y a dejarnos caer cada día en las manos de Dios?