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FRENTE A LA CRUZ | El poder de Dios y nuestro libre albedrio están destinados a trabajar juntos

En las lecturas de esta semana escuchamos la famosa historia de los israelitas adorando el becerro de oro. La mayoría de las personas recuerdan que Moisés rompió las tablas de los Diez Mandamientos como respuesta, un signo de que el pueblo de Israel había roto su pacto con Dios. Pocos recuerdan que él destruyó el becerro, hizo el oro polvo y lo mezcló con agua, e hizo que los israelitas tomaran el agua. El episodio nos plantea puntos interesantes acerca de la relación entre el poder de Dios y el poder del pecado.

Hablando estrictamente, por supuesto, nada puede limitar el poder de Dios. Esta es una de las características de Dios; Él es omnipotente — es el único atributo divino que se nombra explícitamente en el Credo.

Sin embargo, en cierto sentido hay algo que puede limitar el poder de Dios. Dios quiere que estemos con Él por siempre en el cielo. Pero nos da libre albedrío, lo que nos permite escoger el pecado. Somos capaces de escoger el pecado en forma permanente y definitiva, y así nos excluímos del cielo nosotros mismos (véase la definición del infierno en el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) 1033, y el tratamiento del pecado mortal en el CIC 1861). De esta forma, podemos sobrepasar el poder de Dios por el pecado.

¿Como pueden ambas cosas ser ciertas — que nada puede limitar el poder de Dios y que nuestros pecados pueden hacerlo? Los teólogos han elaborado algunas cuidadosas distinciones para explicar esto, pero una simple analogía sirve para hacerlo. En un nivel de sentido común, una mesa es tan sólida como es posible. Sin embargo, si la vemos a nivel atómico, la misma mesa está formada principalmente de espacios vacíos. Ambos puntos son ciertos: la mesa es sólida, y es principalmente espacios vacíos. No hay una contradicción real, aun cuando parece que estamos diciendo cosas opuestas. Lo mismo es cierto de la relación entre la omnipotencia de Dios y el poder del pecado.

¿Por qué esto importa? Porque si nos aferramos a la verdad de la omnipotencia de Dios y nos olvidamos de la verdad acerca del pecado, podemos convencernos a nosotros mismos de que nuestra salvación es inevitable porque Dios la desea y es omnipotente. Esto podría llevarnos a tener una vida espiritual perezosa: “No tengo que hacer nada porque Dios ya ha garantizado mi salvación.” Esta es una actitud peligrosa porque no toma en cuenta la verdad de que el ofrecimiento de la salvación requiere de nuestra libre respuesta, y nosotros en última instancia podemos rechazarla.

Cuando Moisés hace que los israelitas tomen el agua del polvo de oro, hace notar otro punto importante acerca del poder del pecado: Cuando nosotros somos perdonados todavía sufrimos las consecuencias del pecado — tenemos que “tomar” del fruto de nuestros pecados. ¿Cómo pueden suceder ambas cosas? Si Dios nos perdona, ¿no somos libres de las consecuencias del pecado?

El Catecismo distingue dos cosas. La eterna consecuencia del pecado es la separación de Dios. La consecuencia temporal del pecado es un apego al mundo que necesita ser purificado. (CIC 1472-1473) La eterna consecuencia del pecado puede ser perdonada como resultado del poder de Dios. Como el Catecismo indica: “Dios revela su paternal omnipotencia…por su infinita misericordia, Él revela su poder en su apogeo al perdonar libremente los pecados”. (CIC 270) Pero cuando por nuestro libre albedrío nos apegamos al pecado — la consecuencia temporal del pecado — nuestro libre albedrío necesita cooperar con la gracia de Dios para sanar ese apego.

El poder de Dios y nuestro libre albedrío están destinados a trabajar juntos. ¿Promoveremos esa cooperación el día de hoy? 

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